Resulta
preocupante la distancia que se constata entre discursos de la espuma
jerárquica de la
Iglesia Católica y la realidad social a que se dirige. Puedo
incluso concretar más: la distancia, diría la falla geológica (a nivel de
conciencia), entre ese discurso y el balbuceo cristiano de grupos y personas
que buscan una manera plena, libre y evangélica de vivir su pertenencia a la Iglesia y su compromiso
social.
Y hablo de balbuceo en
contraposición al lenguaje cortante, directo, sin fisuras, ni sombra de duda,
que la jerarquía filtra en sus manifestaciones públicas sobre cuestiones
polémicas, porque creo sinceramente, que ese balbuceo responde a una búsqueda
personal, y junto a otros, existencial, para encarnar en la vida concreta de
personas y comunidades el ejemplo de la vida de Jesús narrado en los
Evangelios.
Y en ese punto se cruza uno
inevitablemente con la libertad y con la exigencia de una escucha atenta, en lo
más profundo de nuestra conciencia, de cómo responder encarnadamente, como
cristianos, a los retos que nos supone vivir en una sociedad como la nuestra.
Responder en conciencia, junto a otros (cristianos y no cristianos) supone
anegarse en las olas del devenir histórico, asumir el peligro, la
desorientación, la rabia del que no desea ponerse a salvo en su pequeño mundo
de certezas intelectuales…o de certezas religiosas, trufadas de ortodoxia al
modo tradicional, con que aquietar la conciencia y sentirse en el redil de los
que se ponen a salvo.
Las voces de la jerarquía
muchas veces parece que vienen a confirmar, con su ortodoxia, el edificio de
los que observan el precipicio al que, desde su perspectiva, está abocada el
resto de la sociedad.
¿No es este un discurso
desesperado que mira decididamente a un pasado que no va a volver, en vez de
arriesgarse por las nuevas perspectivas que la realidad exige y abre al mensaje
cristiano?
La misa por las familias que
se celebró en la madrileña plaza de Colón, es una de esas ocasiones en las que
lo viejo y lo nuevo (en puja constante por emerger), colisionan ante la mirada
perpleja del creyente.
Ceremonia pública, como
antaño, ceremonia que busca una resonancia mediática y una proyección política
que nos recuerda los grandes eventos en los que todos los poderes, civiles,
militares y religiosos, se coordinaban espléndidamente para devolver a los
españoles una imagen arcádica de su propia realidad. Ese tiempo pasó irremediablemente,
pero no la nostalgia de un catolicismo poderoso de palabra y de obra, cuya
presencia al lado de los dirigentes políticos legitimaba un estado de cosas
irrefutablemente anticristiano.
Echar de menos la ortodoxia
política y el triunfo de la cristiandad es un anacronismo que la Iglesia no puede
permitirse (y de lo que debería ser consciente)
Recuerdo momentos (no tan
lejanos) en los que la autoridad, plenamente legitimada por sus propias leyes,
perseguía con la saña de sus fuerzas represivas a los que en la calle exigían
derechos y libertades para las personas, mientras en los mismos escenarios, las
expresiones de piedad popular y de paz social de la religión, se acompañaban
por escoltas militares y presencia ostentosa de dirigentes agradecidos.
La calle, la ciudad, es un
espacio de libertad y esto debería ser defendido por todos los ciudadanos,
creyentes y no creyentes.
¿Con qué derecho otorgamos el
privilegio de ocuparla a una confesión, si no lo hacemos también extensivo a todas
las que tienen alguna presencia social en este país?
Las grandes manifestaciones públicas ¿Tienen
otro sentido que no sea su visibilidad social y política? Y ¿Con qué
intencionalidad se organizan? ¿Con la de
hacer más auténtico, libre, encarnado el compromiso de los cristianos? ¿No hay
medios más adecuados para alimentar la fe, que esas grandes manifestaciones de
pura adhesión y búsqueda de conformidad a los principios que desean
reafirmarse? ¿No es esto una pura y simple manifestación de poder con el fin,
no explícito, pero evidente, de hacer llegar su mensaje a los cenáculos del
poder en donde se toman las decisiones que a todos nos afectan?
Seamos humildes, seamos
realistas, seamos evangélicos: renunciar al poder no es una limitación, es, más
bien, un imperativo para el que profesa la fe en Jesús. Son los sin-poder los
que deben preocuparnos, es junto a ellos que debemos luchar, no para ocupar
poltronas y desplegar influencias, sino para hacer posible una vida más plena,
más humana.
Reivindicamos nuestra pertenencia
a una Iglesia humilde, abierta a todo lo humano, sencilla, pacificadora,
entrañablemente unida a ese Jesús hecho pobre con los pobres. Por lo mismo
renunciamos a toda defensa de lo que fue, a toda beligerancia, que no sea la
que se deriva de una lucha liberadora por quebrar las cadenas que impiden a los
hombres y a las mujeres de este mundo, poder vivir plenamente como tales, sin
someterse a ideologías que cercenan su libertad y a estructuras que los
esclavizan en cuerpo y alma.
Propugnamos una Iglesia que
huya del victimismo, y esté permanentemente dispuesta a dejarse interpelar por
el Espíritu, presente en los signos de los tiempos (capaz de ser discernido en
el paso atropellado de los acontecimientos que se suceden). Iglesia que no se
enroque en la defensa de posiciones que más que inspiradas por su fidelidad al
evangelio, parecen provenir de actitudes claramente ideológicas, con lo que convierten al cristianismo en una
ideología más.
En un mundo en llamas como
el que vivimos, en donde la lucha por la justicia debería ser una prioridad
incontestable; en un mundo en que la dignidad del hombre es pisoteada en aras
de unos principios inhumanos, puramente economicistas, no podemos, como
cristianos, permanecer pasivos reafirmando nuestros principios como una tribu
más entre otras. Defender la familia tradicional, condenar la contracepción,
luchar contra el aborto en toda circunstancia, etc…son cuestiones que no se
solucionan con una condena a rajatabla por parte de la jerarquía, prescindiendo
de la libertad de conciencia que cada cristiano debería de tener. Insisto, no
convirtamos el cristianismo en una ideología como ya sucedió en el pasado.
Reivindicamos la mayoría de edad para los creyentes y la conciencia personal
(bien informada y junto a otros) como referencia última desde donde encontrar
la fuente que alimenta el actuar de cada día. Y la lucha por la justicia y la
dignidad de todos como prioridad insustituible del compromiso cristiano hoy.
¿Estamos dispuestos a pagar
el alto precio que supone vivir como vivió Jesús?
A.L.