Corriendo, corriendo en la recuperación del pasado,
nuestras élites políticas han descubierto un filón en el siglo XIX por lo que
respecta a la clase trabajadora: consideración del “obrero” (ya no importa si
empleado en la industria o en el sector terciario) como objeto de producción,
explotación descarnada en horarios y condiciones de trabajo, sueldo mísero,
sumisión al patrón y competencia feroz con otros desposeídos (emigrantes) por
las migajas del pastel.
A falta de teoría política y, una vez superada la
democracia como inviable (¿Cómo puede existir una democracia sin participación
del pueblo?), era necesario mirar atrás, dado que sin modelo nuestros políticos
quedaría paralizados (obviamente por su gran capacidad de adaptación a los
retos de los nuevos tiempos) y, ¡hete aquí! que recalaron en un puerto del que
han sido capaces de sacar unas moderadas pautas de actuación para gobernar a
una población crecientemente insurrecta: el Despotismo Ilustrado.
Aunque ustedes se muestren escépticos, aquí podemos
encontrar una clave para juzgar la actuación de nuestros políticos; y no hablo
sólo de los españoles sino a escala europea.
Como recordará la mayoría, por Despotismo Ilustrado
entendemos aquella forma de gobernar que pusieron en práctica algunos de los
más destacados monarcas de la Europa del siglo XVIII (Catalina II de Rusia,
Carlos III en España, Federico II de Prusia, etc.)
Todos ellos se caracterizaron por apreciar la
urgencia de un cambio en la política. Se estaban fraguando nuevos actores,
fundamentalmente la burguesía y un estrato de la nobleza más emprendedoras.
Los reyes, para conservar el poder, se vieron
urgidos a variar sus políticas para tener en cuenta a grupos de población antes
abandonados y emprender reformas que en todos los ámbitos beneficiaran cada vez
a mayor número de personas. En definitiva y aquí está el quid de la cuestión,
apreciaron con fino olfato el fin de una legitimidad (divina) de siglos que les
había mantenido hasta entonces en el vértice de la pirámide social.
El siglo XVIII es un siglo en búsqueda palmaria de
nueva legitimidad en el quién y el cómo detentar el poder. Estábamos de camino
a un ideal democrático que plasmó entero la Revolución Francesa: Libertad,
Igualdad, Fraternidad, aunque nunca se hayan alcanzado por completo. La utopía
de una sociedad con un objetivo claro: la máxima felicidad para el mayor
número.
Hoy día nuestros gobernantes no aspiran a tanto.
Diríase que estamos emprendiendo el camino de vuelta. La democracia es sólo una
bonita palabra, ideal de utópicos ilusos que no se conforman con votar cada
cuatro años para que algunos puedan hacer y deshacer a su antojo.
Definitivamente Mariano Rajoy ya no es un gobernante
democrático, pese a que se pague de tal. Su ideal está no más allá, sino mucho
más acá, probablemente, si le fuera concedido, tan acá como la monarquía
absoluta: un régimen sin opinión pública, sin voluntad popular, sin ese
incordio de la soberanía popular como última referencia del Estado,
En ese viaje al pasado, D. Mariano Rajoy y su
séquito se detuvo justo en la estación anterior.
D. Mariano: es usted un espléndido ejemplar de
déspota ilustrado (aunque la ilustración es un calificativo que ciertamente no
le cuadra).
Aunque no lo crean estoy siendo muy benévolo con el
actual presidente; a su gobierno le diferencia algo fundamental con aquellos
próceres del siglo XVIII: Ambos gobiernos estaban y están formados por personas
muy bien situadas en la sociedad, pero Carlos III y sus colegas ilustrados
tuvieron a bien elegir a personas (la mayoría nobles, es cierto) con una clara
ideología progresista: creían en la necesidad de hacer políticas para el
pueblo, buscando su bienestar, potenciando la educación, proporcionando trabajo
y creando nuevas fuentes de riqueza que beneficiaran a la mayoría de las gentes
del país. Creían que la política era un servicio al pueblo y en eso se
empeñaron. Carlos III y colegas tuvieron el acierto de rodearse de personas
valiosas, apasionadas por su trabajo reformista de mejora de las condiciones
morales y materiales del pueblo. Mariano Rajoy, nuestro nuevo déspota, se ha
rodeado, sin embargo, de una cohorte de ministros cuyos objetivos son solamente
acompañar las políticas que al unísono de Bruselas, persiguen consolidar los
privilegios de unos pocos (financieros, empresarios del IBEX 35, grandes
fortunas, políticos corruptos y demás familia), frente a la mayoría de los
ciudadanos.
Aquellos ministros ilustrados que creían en una
educación al servicio del progreso y de la mejora individual de las personas,
han sido sustituidos hoy por unos nuevos ministros que piensan que la educación
tiene como principal objetivo la mejora de la competitividad y, los desafíos
que suponen los millones de parados, se solucionan con unas peticiones públicas
de intercesión a la virgen del Rocío.
Hemos venido a menos: ¡Quién nos lo iba a decir, en
pleno siglo XXI!
Pero sigamos a vueltas con la democracia. Si por
algo se puede definir el despotismo ilustrado es por la frase clarificadora:
“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Los déspotas ilustrados demostraban con ella su
temor no disimulado al pueblo. Ya los filósofos habían definido y popularizado
el concepto de soberanía popular de la que todo poder emanaba por delegación.
Con ello se ponía en marcha el motor de la democracia y se despertaban los
miedos apocalípticos de los monarcas y aristócratas que hasta entonces
concentraban en sus manos el poder y el dinero “por la gracia de Dios”.
Estaba fraguando la idea de una nueva legitimidad
que sólo podía proceder del pueblo. De ahí que las políticas de los ilustrados
del s. XVIII pretendieran desactivar ese potencial revolucionario poniéndose al
servicio del pueblo, pero sin permitirle el acceso a la toma de decisiones. En
último término el monarca y los intereses que personalizaba serían los únicos
señores del poder.
Después vendrían la Revolución Francesa y con ella
el triunfo de los ideales democráticos que, al poco tiempo, se someterían a los
intereses económicos de los nuevos privilegiados: los burgueses capitalistas y
sus afines del mundo de las finanzas. Al poco de nacer la democracia ya fue
domesticada y adulterada, pero permaneció como bandera indiscutida de
legitimidad política.
Siglo XXI: la política ya se proclama democrática,
heredera de la Revolución Francesa con todos los paños calientes de dos siglos
de connivencia con el capitalismo.
Hoy nuestro
(¿?) gobierno no puede abdicar de esa herencia que le legitima. ¿Qué otro
sujeto político detenta la soberanía si no es el pueblo? La delegación que se
hace de ella en los partidos políticos ya es una usurpación, pero las formas
democráticas deben continuar, está en juego la legitimidad del poder y, sin
legitimidad difícilmente se conserva (es decir sin la apreciación que el pueblo
hace de que ese poder se ejerce con justicia y a su servicio)
El gobierno del PP y sus sostenedores europeos
tienen que seguir proclamando que gobiernan por y para el pueblo, que los
descontentos minan las bases del consenso democrático y por eso deben de ser
reprimidos y perseguidos por las fuerzas del orden que ellos representan (la teoría
de la violencia legítima en manos del Estado)
El problema surge cuando la consecuencia de sus
políticas son pérdida de derechos adquiridos, abandono de los principios de un
estado social basado en la redistribución de riqueza encarnada en la progresiva
construcción de un Estado de Bienestar, que emana de la mismísima Declaración
de los Derechos Humano (1945), que, cómo no, tiene también su antecedente en la
Revolución Francesa (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano).
Eso, junto al despojo progresivo de los más débiles (clases bajas y también
medias) y la injusticia que supone una forma de gobernar descaradamente a favor
de los que más tienen y del capital en sus formas más crudas (en perjuicio del
trabajo), está poniendo de manifiesto la desnudez de la democracia en la que
creíamos vivir. En pocas palabras: la forma de gobierno que dicen ejercer bajo
el epígrafe democrático está siendo corroída en sus cimientos por un descrédito
cada vez más masivo de la legitimidad en que se sustenta.
La clase política que toma cruelísimas decisiones en
nuestro nombre para hacernos pagar las culpas que los verdaderos causantes de
la crisis se empeñan en descargar sobre nosotros, quiere hacernos entender (por
la persuasión o por la fuerza que genera el miedo), que todo su hacer está
inspirado en el objetivo sagrado de GOBERNAR PARA EL PUEBLO…PERO SIN EL PUEBLO
¿Con qué descaro podrían declarar, quitándose por
fin la máscara del cinismo tras la que se ocultan, que sólo gobiernan para unos
pocos y para hacer incuestionable su derecho a disponer de las riquezas del
país en una medida que no tiene parangón? Una declaración así solemnemente
pronunciada por Rajoy en el hemiciclo del Congreso sería el clímax de la
honestidad política, la transparencia definitiva de la voluntad que
ocultan…pero también su suicidio político ¿Qué ciudadano común podría escuchar
palabras así sin sentirse traicionado como sujeto político y parte de una
sociedad que dice llamarse España?
La conclusión es obvia: quieren convencernos de que
gobiernan para todos pero sin interferencias indeseables de la ciudadanía: “No
se cansen ustedes, hombres y mujeres de a pie, tampoco se preocupen, nosotros
sabemos qué es lo que les conviene. Su papel debe ser el de ciudadanos pasivos,
acríticos, dóciles a sus maltratadores y, a ser posible, silenciosos y
respetuosos del orden (que los capitales sólo se reproducen en paz)”
Ellos, ésos déspotas con muy poca ilustración,
hablan en nuestro nombre, deciden en nuestro nombre, nos privan del futuro en
nuestro nombre.
Regresan al siglo XVIII. ¿Hemos de regresar nosotros
al espíritu de la Revolución Francesa?
A.L.
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