lunes, diciembre 03, 2012

UN NUEVO DESPOTISMO ILUSTRADO



Corriendo, corriendo en la recuperación del pasado, nuestras élites políticas han descubierto un filón en el siglo XIX por lo que respecta a la clase trabajadora: consideración del “obrero” (ya no importa si empleado en la industria o en el sector terciario) como objeto de producción, explotación descarnada en horarios y condiciones de trabajo, sueldo mísero, sumisión al patrón y competencia feroz con otros desposeídos (emigrantes) por las migajas del pastel.
A falta de teoría política y, una vez superada la democracia como inviable (¿Cómo puede existir una democracia sin participación del pueblo?), era necesario mirar atrás, dado que sin modelo nuestros políticos quedaría paralizados (obviamente por su gran capacidad de adaptación a los retos de los nuevos tiempos) y, ¡hete aquí! que recalaron en un puerto del que han sido capaces de sacar unas moderadas pautas de actuación para gobernar a una población crecientemente insurrecta: el Despotismo Ilustrado.
Aunque ustedes se muestren escépticos, aquí podemos encontrar una clave para juzgar la actuación de nuestros políticos; y no hablo sólo de los españoles sino a escala europea.
Como recordará la mayoría, por Despotismo Ilustrado entendemos aquella forma de gobernar que pusieron en práctica algunos de los más destacados monarcas de la Europa del siglo XVIII (Catalina II de Rusia, Carlos III en España, Federico II de Prusia, etc.)
Todos ellos se caracterizaron por apreciar la urgencia de un cambio en la política. Se estaban fraguando nuevos actores, fundamentalmente la burguesía y un estrato de la nobleza más emprendedoras.
Los reyes, para conservar el poder, se vieron urgidos a variar sus políticas para tener en cuenta a grupos de población antes abandonados y emprender reformas que en todos los ámbitos beneficiaran cada vez a mayor número de personas. En definitiva y aquí está el quid de la cuestión, apreciaron con fino olfato el fin de una legitimidad (divina) de siglos que les había mantenido hasta entonces en el vértice de la pirámide social.
El siglo XVIII es un siglo en búsqueda palmaria de nueva legitimidad en el quién y el cómo detentar el poder. Estábamos de camino a un ideal democrático que plasmó entero la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, aunque nunca se hayan alcanzado por completo. La utopía de una sociedad con un objetivo claro: la máxima felicidad para el mayor número.
Hoy día nuestros gobernantes no aspiran a tanto. Diríase que estamos emprendiendo el camino de vuelta. La democracia es sólo una bonita palabra, ideal de utópicos ilusos que no se conforman con votar cada cuatro años para que algunos puedan hacer y deshacer a su antojo.
Definitivamente Mariano Rajoy ya no es un gobernante democrático, pese a que se pague de tal. Su ideal está no más allá, sino mucho más acá, probablemente, si le fuera concedido, tan acá como la monarquía absoluta: un régimen sin opinión pública, sin voluntad popular, sin ese incordio de la soberanía popular como última referencia del Estado,
En ese viaje al pasado, D. Mariano Rajoy y su séquito se detuvo justo en la estación anterior.
D. Mariano: es usted un espléndido ejemplar de déspota ilustrado (aunque la ilustración es un calificativo que ciertamente no le cuadra).
Aunque no lo crean estoy siendo muy benévolo con el actual presidente; a su gobierno le diferencia algo fundamental con aquellos próceres del siglo XVIII: Ambos gobiernos estaban y están formados por personas muy bien situadas en la sociedad, pero Carlos III y sus colegas ilustrados tuvieron a bien elegir a personas (la mayoría nobles, es cierto) con una clara ideología progresista: creían en la necesidad de hacer políticas para el pueblo, buscando su bienestar, potenciando la educación, proporcionando trabajo y creando nuevas fuentes de riqueza que beneficiaran a la mayoría de las gentes del país. Creían que la política era un servicio al pueblo y en eso se empeñaron. Carlos III y colegas tuvieron el acierto de rodearse de personas valiosas, apasionadas por su trabajo reformista de mejora de las condiciones morales y materiales del pueblo. Mariano Rajoy, nuestro nuevo déspota, se ha rodeado, sin embargo, de una cohorte de ministros cuyos objetivos son solamente acompañar las políticas que al unísono de Bruselas, persiguen consolidar los privilegios de unos pocos (financieros, empresarios del IBEX 35, grandes fortunas, políticos corruptos y demás familia), frente a la mayoría de los ciudadanos.
Aquellos ministros ilustrados que creían en una educación al servicio del progreso y de la mejora individual de las personas, han sido sustituidos hoy por unos nuevos ministros que piensan que la educación tiene como principal objetivo la mejora de la competitividad y, los desafíos que suponen los millones de parados, se solucionan con unas peticiones públicas de intercesión a la virgen del Rocío.
Hemos venido a menos: ¡Quién nos lo iba a decir, en pleno siglo XXI!
Pero sigamos a vueltas con la democracia. Si por algo se puede definir el despotismo ilustrado es por la frase clarificadora: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Los déspotas ilustrados demostraban con ella su temor no disimulado al pueblo. Ya los filósofos habían definido y popularizado el concepto de soberanía popular de la que todo poder emanaba por delegación. Con ello se ponía en marcha el motor de la democracia y se despertaban los miedos apocalípticos de los monarcas y aristócratas que hasta entonces concentraban en sus manos el poder y el dinero “por la gracia de Dios”.
Estaba fraguando la idea de una nueva legitimidad que sólo podía proceder del pueblo. De ahí que las políticas de los ilustrados del s. XVIII pretendieran desactivar ese potencial revolucionario poniéndose al servicio del pueblo, pero sin permitirle el acceso a la toma de decisiones. En último término el monarca y los intereses que personalizaba serían los únicos señores del poder.
Después vendrían la Revolución Francesa y con ella el triunfo de los ideales democráticos que, al poco tiempo, se someterían a los intereses económicos de los nuevos privilegiados: los burgueses capitalistas y sus afines del mundo de las finanzas. Al poco de nacer la democracia ya fue domesticada y adulterada, pero permaneció como bandera indiscutida de legitimidad política.
Siglo XXI: la política ya se proclama democrática, heredera de la Revolución Francesa con todos los paños calientes de dos siglos de connivencia con el capitalismo.
 Hoy nuestro (¿?) gobierno no puede abdicar de esa herencia que le legitima. ¿Qué otro sujeto político detenta la soberanía si no es el pueblo? La delegación que se hace de ella en los partidos políticos ya es una usurpación, pero las formas democráticas deben continuar, está en juego la legitimidad del poder y, sin legitimidad difícilmente se conserva (es decir sin la apreciación que el pueblo hace de que ese poder se ejerce con justicia y a su servicio)
El gobierno del PP y sus sostenedores europeos tienen que seguir proclamando que gobiernan por y para el pueblo, que los descontentos minan las bases del consenso democrático y por eso deben de ser reprimidos y perseguidos por las fuerzas del orden que ellos representan (la teoría de la violencia legítima en manos del Estado)
El problema surge cuando la consecuencia de sus políticas son pérdida de derechos adquiridos, abandono de los principios de un estado social basado en la redistribución de riqueza encarnada en la progresiva construcción de un Estado de Bienestar, que emana de la mismísima Declaración de los Derechos Humano (1945), que, cómo no, tiene también su antecedente en la Revolución Francesa (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano). Eso, junto al despojo progresivo de los más débiles (clases bajas y también medias) y la injusticia que supone una forma de gobernar descaradamente a favor de los que más tienen y del capital en sus formas más crudas (en perjuicio del trabajo), está poniendo de manifiesto la desnudez de la democracia en la que creíamos vivir. En pocas palabras: la forma de gobierno que dicen ejercer bajo el epígrafe democrático está siendo corroída en sus cimientos por un descrédito cada vez más masivo de la legitimidad en que se sustenta.
La clase política que toma cruelísimas decisiones en nuestro nombre para hacernos pagar las culpas que los verdaderos causantes de la crisis se empeñan en descargar sobre nosotros, quiere hacernos entender (por la persuasión o por la fuerza que genera el miedo), que todo su hacer está inspirado en el objetivo sagrado de GOBERNAR PARA EL PUEBLO…PERO SIN EL PUEBLO
¿Con qué descaro podrían declarar, quitándose por fin la máscara del cinismo tras la que se ocultan, que sólo gobiernan para unos pocos y para hacer incuestionable su derecho a disponer de las riquezas del país en una medida que no tiene parangón? Una declaración así solemnemente pronunciada por Rajoy en el hemiciclo del Congreso sería el clímax de la honestidad política, la transparencia definitiva de la voluntad que ocultan…pero también su suicidio político ¿Qué ciudadano común podría escuchar palabras así sin sentirse traicionado como sujeto político y parte de una sociedad que dice llamarse España?
La conclusión es obvia: quieren convencernos de que gobiernan para todos pero sin interferencias indeseables de la ciudadanía: “No se cansen ustedes, hombres y mujeres de a pie, tampoco se preocupen, nosotros sabemos qué es lo que les conviene. Su papel debe ser el de ciudadanos pasivos, acríticos, dóciles a sus maltratadores y, a ser posible, silenciosos y respetuosos del orden (que los capitales sólo se reproducen en paz)”
Ellos, ésos déspotas con muy poca ilustración, hablan en nuestro nombre, deciden en nuestro nombre, nos privan del futuro en nuestro nombre.
Regresan al siglo XVIII. ¿Hemos de regresar nosotros al espíritu de la Revolución Francesa?
A.L.

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