Érase una
vez una ciudad, por más capitalina, llena de gentes, de coches, de
edificios…llena más y más de gentes uniformadas; servidoras del orden les
dicen.
Y a su lado, en las aceras, junto a las
puertas de los comercios, los bancos y las iglesias, más y más pobres, gentes
que piden algo para comer, que amenizan con su música nuestros trayectos en
metro.
Érase que
se era una ciudad cada vez más gris; aposento de los hombres grises, guarida de
sus grises contubernios para helar la sangre vital de la gran urbe, desecando
las venas ciudadanas de libertad, de justicia, de solidaridad, de hermandad.
Un viento
gris se cernía sobre su cielo, cada vez menos soleado, anunciando pésimos
presagios.
El ambiente
se electrificó peligrosamente cuando las nubes se adensaron amenazando
tormenta, rayos y truenos.
La torre
más oscura se pobló de gaviotas y se empapeló de sobres y de notas con nombres
y apellidos.
La
oscuridad pareció rodear el edificio y a sus moradores.
Mientras, fuera, un grupo de personas clamaba exigiendo que puertas y
ventanas se abrieran al viento de la tarde, para dejarle hacer su trabajo de
limpieza con la fuerza que sólo tiene la naturaleza.
Era la fuerza
de la conciencia depositada en el pecho y la garganta de hombres y mujeres que
encarnaban lo mejor que podía destilar la ciudad, como un atisbo de una
primavera por llegar.
Al grito
que hacía agitar el viento, respondieron las tinieblas con más cerrojos, con
más miedo y la calle se pobló de guardianes uniformados, cancerberos de un averno
forjado con los votos de una mayoría engañada y sumisa.
El ruido de
los aullidos, la presencia intimidatoria, el peligro de una dentellada,
consiguió que aquellos que no se conformaban, terminaran por dispersarse… menos
un pequeño grupo de jóvenes, siete, quizá menos, que sin miedo o haciéndole
frente, decidieron acudir al corazón palpitante de la ciudad a su km. 0, donde
antaño sus predecesores no dudaron en arriesgar su vida a los pies de los
caballos de un ejército invasor.
Quizá era
ese mismo soplo de libertad lo que les empujó, acuciados por la presencia de
aquellos que ponían sus músculos y su uniforme, pagado por todos, al servicio
de esos hacedores de tormentas, engañadores, amigos de lo ajeno, ciegos a la
voz de su conciencia y a las voces de la calle.
Y, por fin,
en la noche, llegaron a esa plaza anunciadora de soles y se instalaron a los
pies de un rey, de los muchos que las casas reinantes han sembrado en la piel
del toro desollado. Con su sola presencia pareció que comenzaban a temblar las
viejas estructuras de un país viejo, acostumbrado al paso de botas militares, a
la voz autoritaria y a la orden…pero ansioso de luz, de palabras verdaderas, de
sentimientos auténticos, de verdad.
Pocos y
jóvenes, demasiado “pocos” para ser tomados en cuenta. En muchos sólo acudía a
su garganta una sonrisa irónica, un comentario venenoso.
Pero, ¿no
será quizás allí, con ese pequeño temblor, donde se vuelvan a sublevar las
conciencias, incapaces de contener tanta indignación como han ido acumulando en
este tiempo oscuro como ninguno y al final surja la poderosa voz de un pueblo
que grita por romper esas cadenas de impunidad, de miedo y de sometimiento para
abrazar al fin, los frutos delicados de una nueva sociedad en que solidaridad,
justicia y verdad broten en los corazones ajados tras este duro invierno?
P.D.: En
reconocimiento de los que, sin rendirse, acampan en la Puerta del Sol desde el 29
de enero en adelante, defendiendo su dignidad y la de toda la sociedad.
A.L.
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