Las manifestaciones han llenando las calles, reclamando necesidades inmediatas: detener desahucios, acabar con la sangría de puestos de trabajo, exigir que una justicia ágil contra la corrupción, defender los servicios públicos en proceso de demolición. En respuesta, las bocas agradecidas de los que de verdad mandan bramaron contra los manifestantes, indicando que eran un peligro para la democracia. Cornudos y apaleados.
Por otra parte, el debate sobre
el estado de la nación termina con curiosas encuestas, que dicen si ganó fulano
o mengano, como en un espectáculo deportivo. Esta vez, más de la mitad de los
encuestados por el CIS no daban por ganador a ningún púgil. Sospechamos quién salió
derrotada: la democracia.
Seamos realistas.
Quienes pensábamos dejar en herencia a futuras generaciones un mundo más
próspero, más justo, más equitativo, más seguro y más saludable hemos sido
derrotados. Nuestros hijos tendrán que luchar por derechos que nos fueron
arrebatados a nosotros, pero, al menos debemos defender con uñas y dientes las
armas de las que pueden valerse, los derechos democráticos básicos: el
pensamiento crítico, la libertad de expresión, el voto sin restricciones, la
representación democrática. Pero ni siquiera este sistema imperfecto que
tenemos está garantizado.
Está en
juego es la democracia, pero quien la amenaza no son precisamente los manifestantes.
La mayor amenaza está representada (¡quién lo diría!) por el propio presidente
del gobierno. Su imagen inicial contrastaba con la tosquedad de su precursor en
el Partido Popular. Mientras Aznar no dudaba en usar la grosería o el insulto
como arma dialéctica, Rajoy parecía buscar un perfil moderado, casi amable. Pero
se acabaron las medias tintas. Ahora habla buscando titulares sonoros y sus
frases sentenciosas delatan una mente profundamente totalitaria. Veamos tres
ejemplos:
1º) Poco antes del debate
sentenció que no había podido cumplir sus promesas electorales, pero que cumplió
con su deber. Es decir, que entre los deberes de un político no está cumplir las
promesas electorales. A la larga, el sufragio universal es superfluo: hacen
falta gestores, no representantes de la voluntad popular. Ni Franco lo hubiera
expresado con más claridad.
2º) Durante los debates no responde
a las cuestiones incómodas. Para evitarlas, le gusta negar legitimidad a los demás:
usted no tiene legitimidad porque no hace pública su declaración de Hacienda o porque
no ha condenado a ETA o porque no tiene ni idea de economía. Para Rajoy, la
legitimidad no la otorga el número de votantes a los que representa, sino su
criterio soberano. Solo habría que dar un paso más para proponer un parlamento donde fuera el propio
gobierno quien nombrara a los diputados mediante un concurso de méritos. A qué
me recordará eso.
3º) Faltaba un último paso: la
insinuación xenófoba. Y la ha hecho. En su abominable discurso distinguió la
cifra de parados: cuatro millones y pico de españoles; un millón y pico de
inmigrantes. Pudo haber dividido entre rubios y morenos, zurdas y diestras, altos
y bajos, jóvenes y maduras. Pero optó por donde más daño hace, por lanzar babas
venenosas sobre las cifras para insinuar (sin decirlo, pero qué claras quedan a
veces las intenciones) que no son igual
de importantes los inmigrantes que los nacionales. Ni Franco había llegado tan
lejos.
Malos tiempos corren, cuando lo
que está en duda es el deber del Jefe del gobierno, la legitimidad que otorgan
las urnas y la igualdad de derechos de todos los trabajadores. Definitivamente,
eran –éramos- los manifestantes quienes estábamos defendiendo la democracia. Y
el, en estos momentos, el presidente Rajoy es el mayor peligro para la
democracia. O lo que queda de ella después de soportar esta plaga que nos
gobierna.
Autor : Jesus Pastor
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