lunes, octubre 19, 2009

El mundo no sabe dónde está su casa


Todos los enamorados de la muerte coinciden en su obsesión por reducir a términos militares las contradicciones sociales, culturales y nacionales. En nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la Única Verdad, todos resuelven todo matando primero y preguntando después
Los terroristas han matado a trabajadores de cincuenta países en nombre del Bien contra el Mal. ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos religiosos necesitan enemigos para justificar su locura. También necesitan enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.
El científico alemán Werner von Braun fue malo cuando inventó los cohetes V-2, que Hitler descargó sobre Londres, pero se convirtió en bueno el día en que puso su talento al servicio de Estados Unidos. Stalin fue bueno durante la Segunda Guerra Mundial y malo después, cuando pasó a dirigir el Imperio del Mal. En los años de la guerra fría escribió John Steinbeck: «Quizá todo el mundo necesita rusos. Apuesto a que también en Rusia necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos». Después, los rusos se abuenaron.
Sadam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los iraníes y los kurdos. Después, se amaló cuando Estados Unidos, que venía de invadir Panamá, invadió Irak porque éste había invadido Kuwait. Bush Padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría.
Bin Laden, amado y armado por el gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales «guerreros de la libertad» contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran «el equivalente moral de los Padres Fundadores de América». Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca. «El desprecio por la voluntad popular es una de las muchas coincidencias entre el terrorismo de Estado y el terrorismo privado». En esos tiempos, se filmó Rambo 3: los afganos musulmanes eran los buenos. En tiempos de Bush hijo, eran malos malísimos.
Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la tragedia. «Tan culpable como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e inspiración», sentenció. Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. Él resultaría culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los terroristas del mundo. Y en muchos más países: actuando al servicio de varios gobiernos estadounidenses, brindó «apoyo, financiación e inspiración» al terror de Estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Irán, África del Sur, Bangladesh y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor.
El 11 de septiembre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de las Torres Gemelas, había ardido el palacio presidencial en Chile. Kissinger había anticipado el epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el resultado de las elecciones: «No tenemos por qué aceptar que un país se haga marxista por la irresponsabilidad de su pueblo».
Mucho se parecen el terrorismo artesanal y el de alto nivel tecnológico, el de los fundamentalistas religiosos y el de los fundamentalistas del mercado, el de los desesperados y el de los poderosos, el de los locos sueltos y el de los profesionales de uniforme. Todos comparten el mismo desprecio por la vida humana: los asesinos de los 2.500 ciudadanos triturados bajo los escombros de las Torres Gemelas, y los asesinos de los 200.000 guatemaltecos, en su mayoría indígenas, que han sido exterminados sin que jamás la tele ni los diarios del mundo les prestaran la menor atención. Los guatemaltecos no fueron sacrificados por ningún fanático musulmán, sino por los militares terroristas que recibieron «apoyo, financiación e inspiración» de los gobiernos de Estados Unidos. Todos los enamorados de la muerte coinciden en su obsesión por reducir a términos militares las contradicciones sociales, culturales y nacionales. En nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la Única Verdad, todos resuelven todo matando primero y preguntando después. Alá es inocente de los crímenes que se cometen en su nombre. Al fin y al cabo, Dios no ordenó el holocausto nazi contra los fieles de Jehová, y no fue Jehová quien dictó la matanza de Sabra y Chatila ni quien mandó expulsar a los palestinos de su tierra. ¿Acaso Jehová, Alá y Dios a secas no son tres nombres de una misma divinidad?
La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo, intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, el argelino Ahmed Ben Bella advirtió: «Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente». Y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera.
Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: «El mundo no sabe dónde está su casa». Él estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un noticiero.

Eduardo Galeano,Escritor

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